jueves, 14 de septiembre de 2017

A pesar de la alta temperatura en la que está hoy en día la política en España con el tema catalán, y sin la más mínima intención de interferir con ningún tipo de discurso, voy plasmar en esta entrada un telegrama que hace mucho tiempo había fotocopiado y que la casualidad ha hecho que me volviera a tropezar con él y con una pequeña nota que le adjuntara. Polo que paso a transcribirlos, pues pienso que puede ser una información interesante o, cuando menos, curiosa:
El 15 de abril de 1931, día siguiente a la proclamación de la Segunda República Española, los gobernadores civiles tuvieron mucho trabajo en comunicar a través del telégrafo esta nueva a todas las alcaldías[1]. A su vez entre las noticias corrían rumores de todos los colores e intenciones acordes con las enconadas luchas políticas e ideológicas que en  España se estaban a vivir por aquellas fechas. 
Uno de esos rumores que el Ministro de la Gobernación, o través de los gobernadores provinciales, quería desmentir era el de la supuesta constitución de la “República de Cataluña”. Y lo hizo ese día en el que nos estamos a referir, un miércoles 15 de abril de 1931, en los siguientes términos como reza en el telegrama recibido por el alcalde en funciones de Bueu, Ramón Domínguez Ferradás:
 “Para su satisfacción y del público general transmito a V. el siguiente telegrama recibido del ministro gobernación y que debe V. hacer público en cuanto lo reciba.
Son absolutamente falsos rumores que se han esparcido acerca proclamación República Cataluña con sentimiento hostilidad ni siquiera de tibieza para el resto de las regiones y la totalidad del Estado, por el contrario, el presidente gobierno república ha celebrado con Sr. Macía y personajes significados de igual tendencia cordialísimas y efusivas y conmovedoras conferencias en las cuales ha valorado al par que una mutua confianza para satisfacción de las aspiraciones de Cataluña y Grandeza España los más nobles y elevados sentimientos. Según comunicaron las mismas personas se había proclamado la República [Española] entre el entusiasmo del pueblo que daba sus vivas frenéticas a la nueva forma Estado, a Cataluña y a España.”




[1] En el Archivo Municipal hay constancia de estos telegramas y del que se transcribirá a continuación. 

viernes, 1 de septiembre de 2017

Hoy remata agosto y en sus ojos se refleja el equipaje de la tristura que da la marcha de los amigos, de los vecinos, de los veraneantes, ... Septiembre, una vez más, reparte pensamientos y sentimientos de Bueu en la memoria y en el corazón de los Santi, de los Paco, de las Lucías, de las Lolas y de tantos y tantas que, como las golondrinas, tentarán volver el próximo año.
En homenaje a todos los que habéis estado en Bueu este verano y deseáis regresar... un pequeño relato fruto de una estancia en la playa de Beluso, a mediado de los años sesenta del siglo pasado, de la doctora coruñesa, afincada en Granada, Lina Anguiano, titulado “Unha carta a la playa de Beluso” que a continuación transcribo:
 Pulsar libro para ver artículo original
Pulsar libro para ver artículo original

Calle larga de una hilera de casas que mira a la costa. Un pequeño puerto. Unas redes tendidas al sol. Y barcas, muchas barcas de quilla aplomada que en el país llaman dornas; unas varadas en la arena, otras cabeceando en las aguas de la ría.
A la espalda un valle, el verde valle que asciende hasta Beluso, domina el pueblo y las cercanas playas y las suaves montañas que allá enfrente contornean la lejanía.
Un museo, en cuya fachada unas palabras vibran sobre la piedra, como un himno de gloria a la mar.
Un monumento en granito al pescador, una lonja, unas tiendas con aparejos de pesca. Niños que juegan a ser marineros. Mujeres que van y vienen con cestas de pescado a la cabeza. Hombres curtidos, que a la puerta de una taberna, charlan en grupos al caer la tarde, antes de hacerse a la mar.
Viento salobre, viento de brea que huele a eucalipto y tiene todos los sabores del valle. Viento que desciende del bosque de Beluso, viento insondable del Norte.
Y un mar que brama desde el principio del Tiempo día y noche, día y noche, sin amainarse, sin sosegarse nunca.
Este es Bueu, el pueblo de pescadores, mecido en el regazo de la aldea de Beluso. Este es Bueu.
El rojo amante del faro protege ahora al pueblo que se ha quedado sin hombres. A mi balcón, abierto al presagio de las olas, llega el eco de unos pasos y el dolor de una aguda nostalgia. Unas débiles luces cabrillean en las aguas de la ría. Ligeras nubes ocultan a medias la luna. Pero el cielo es claro y veo cómo emergen las montañas y veo el pueblo y el reloj del museo marinero que marca las horas en Bueu.
No hay voces. No hay murmullos. Nadie vela. Solo el latido del mar y el latido de mi oscura añoranza. Una congoja, la ignota congoja del mar que arrastra las lágrimas de todos los mundos, irrumpe a oleadas en mi alma. La playa de Beluso recoge mi llanto y el nombre de un ensueño que se va.
Mañana habré partido... Mañana.
De cara al aliento de la noche, te doy las gracias y te digo adiós.
Te doy gracias por la luz con que tus ojos me; miraban, por tu sonrisa, por las hondas baladas de tu patria que me brindaste a medianoche la víspera de iros a Bueu.
Te doy gracias por el bondadoso ademán con que tu mano me protegía. Te doy gracias por no haberme abandonado un solo instante. Te doy gracias por todas las atenciones, por todas las pequeñas cosas que me ofrecías a diario. Te doy gracias, gracias siempre por todo lo que he recibido de ti.
Cambiaría mis días más felices por las sencillas comidas en la larga mesa familiar que presidía tu madre. A mi memoria acude una y otra vez la tierna solicitud con que todos los hermanos la obsequiabais a ella y el cálido gesto con que tú te inclinabas para atenderme a mi.
En ocasiones tu madre conversaba con los tres compatriotas que compartían vuestra vida. Hablaba de la cocina, las costumbres y las dulces vivencias que habían quedado en el Este, en el pais natal.      '
Todas mis alegrías las cambiaría por volver a escuchar el suspiro de las olas en aquella mesa. Y las cambiaría por el hermoso paseo que hacíamos todos juntos para asistir el domingo a la parroquia de Bueu.
A ti te gustaba ir por el camino más largo, por un sendero bordeado de árboles que ascendía hasta la iglesia. En el azul de la mañana y de la ría, el saludo de la campana brincaba gozoso por el valle.
Vuestros amigos y tus dos hermanos llevaban a tu madre en el centro. Tú delante, venías siempre conmigo. De vez en cuando llegaban a nosotros algunas frases en tu idioma eslavo. Era tu madre quien hablaba, Tú te volvías hacia el ser querido que había salvado varias fronteras para venir a veros. Te volvías hacia ella con tus claros ojos iluminados de caricias. Luego, sonriendo, me traducías a mi sus palabras ... Y seguíamos caminando.
De pronto dabas un salto para alcanzar la rama de un árbol. O me apartabas delicadamente del sol. O me gastabas una broma. Y me mirabas a los ojos. Y sonreías ... Y seguíamos caminando.
A veces yo me detenía para mirar atrás. Bueu y la playa iban quedándose abajo. A medida que ascendíamos, el paisaje se dilataba, se expandía hasta el horizonte. En la inefable calma de la altura, una visión de montes, de prados y caseríos, de ria, de sol, de verdes y azules, de barcas, de luz y de brisa, parecía desbordarse e inundar de belleza a la tierra. Parada allí, en la cima, escuchando el trémulo secreto de los árboles, yo miraba y miraba. Miraba con los ojos del rostro y miraba con los ojos del alma.
Mañana, ahora mismo, todo esto ya no es más que un recuerdo, el nombre de un ensueño que se va.
Ya para siempre estos días serán mi Tatra, la vieja montaña del Este, donde tú naciste y que acaso nunca la vuelvas a ver.
Una tarde me hablabas de tu infancia. Me hablabas de las Cárpatos, de las veces que habías remado por el río que serpenteaba el Tatra. No era en Bueu donde evocabas tu niñez. Era en otra playa, sentados sobre una roca en un lugar desierto de matojos y peñas, batido por las olas. Habíamos ido hasta allí en lancha. El viento borrascoso del Norte nos azotaba el rostro y sacudía los helechos que crecían al pie de la roca. Tú te detuviste a contemplarlos y pasando la mano por las matas, me preguntaste como se llamaba en mi lengua. Yo te dije el nombre y entonces me diste a conocer una leyenda que los viejos contaban a los niños de tu país.
Según la leyenda, el helecho daba una flor que vivía una sola noche, la noche de San Juan. Había que salir de madrugada a buscarla al resplandor de las hogueras encendidas al pie de las montañas y aquel niño que tuviese la fortuna de encontrarla, podía pedirle tres cosas, las más deseadas, que la flor tenía la virtud de conceder… De pequeños solían hablarte de un niño que en tiempos había hallado la flor... Tú ­decías sonriendo­ no habías encontrado ninguna.
Me referías la leyenda en la roca, de cara a los grises de la tarde, en un paraje que traía a tu memoria el recuerdo del Tatra.
Mañana habré partido y cuando llegue el verano ya no podré ir a la roca a buscar el fruto del helecho la noche de San Juan. Pero si en algún otro lugar la encontrase, pediré a la flor que te sea dado volver al Tatra. Pediré que otra vez te sea dado posar tu mano en los helechos de los Cárpatos y surcar el río donde tú aprendiste a remar en la niñez.
Está subiendo la marea y las olas se estrellan contra el dique donde tú y yo hemos estado sentados esta noche. Sólo hace unas horas y ya parece que el reloj del museo marinero hubiera cesado de latir. Sólo hace unas horas que tú te despojabas del jersey para echarlo blandamente sobre mis hombros. Sólo hace unas horas.
Soplaba el viento y el pueblo se había ido a descansar. Únicamente nosotros permanecíamos sentados en el dique escuchando la ronca sonata de las olas. Toda la noche habríamos deseado quedarnos allí, a la clara luz de Eternidad que bañaba nuestras almas.
Ahora, mientras tú duermes sumergido tal vez en la nostalgia del Tatra, yo contemplo el dique y de nuevo te digo gracias. Gracias por haberme cuidado tan dulcemente. Gracias por la bienvenida que me dispensaste en la carretera con tus hermanos y amigos la tarde que llegué a Bueu. Gracias por las moras, por las rosas silvestres que, atadas en tu pañuelo para que no me pinchase, me ibas ofreciendo esta tarde cuando subíamos por el bosque a la fiesta de Beluso.
Los músicos estaban tocando cuando llegamos arriba.  Un vendedor con un mazo de papeletas se acercó a nosotros. Tú le compraste unos cuantos boletos de una rifa que sorteaban una ternera. Y los dos nos echarnos a reír.
En torno nuestro bullía una algarabía de campesinos que subían a la aldea, de luces, de farolillos, de trajes nuevos, de música y pregones, enmarcado todo por el bosque, los prados y el sol de la tarde que refulgía abajo, en la ría de Bueu.
Entre la gente encontramos a tus dos hermanos y a tus amigos. Al vernos se sonrieron, vinieron a saludarnos y volvieron a dejarnos solos.
Un gaitero se arrancó de pronto con un vals. Los jóvenes se dividieron en parejas. Tú que eres tan alto te inclinaste hacia mi y con un nuevo destello en tus límpidos ojos, me preguntaste sonriendo: «¿Bailamos?». Pero sin saber por qué nos quedamos allí sin movernos. Nos quedamos apoyados en el muro presenciando el baile y todo el escenario de la fiesta.
Durante largos años he estado anhelando este momento. Durante largos años he deseado que me fuera concedido volver a la tierra, compartirla, abarcarla, vivirla de nuevo con una persona allegada a mi corazón. Y ya ves, he podido escuchar en tu compañía la gaita y las canciones que arrullaron mí niñez. Y me he penetrado de todos los errantes espíritus del mar y del viento, cobijada en el calor de una prenda de lana que era tuya. Y he asistido a una misa aldeana con todos vosotros. Y he podido admirar a tu lado las candorosas imágenes de todos los cruceros que nos salían al camino de Beluso. Y ya entre las sombras del ocaso, he regresado contigo por la soledad del bosque. He regresado con tus rosas silvestres en la mano, despidiendo calladamente los caseríos y la ría de Bueu y las chispitas de luz que se iban encendiendo en las aldeas vecinas mientras arriba, a nuestra espalda, quedaban cada vez más lejos el baile y los rumores de la fiesta.
Ahora tengo el corazón lleno de cosas bellas, lleno de Bueu y de vosotros y al mismo tiempo que te doy a ti las gracias, se las doy también a Dios.
La noche está declinando. Dentro de unas horas, cuando vengas tú, como todas las mañanas a buscarme para ir a desayunar con vosotros, yo ya habré partido. Me marcho al amanecer a la hora en que los hombres retornan de la pesca. Me voy con las rosas silvestres que tú me diste esta tarde... Me voy lejos de la tierra, muy lejos de mi Tatra.
No sé a qué lugares me llevará mi destino. Pero, por donde quiera que pase y sepa yo que tú te encuentras allí, iré a verte. Siempre iré a verte.
La flor del helecho que vive sólo una madrugada, ha florecido esta noche. Es la ofrenda que te hago en memoria del Tatra. Es mi última mirada. Es mi adiós.
A ti mar de Beluso, que seguirás hollando en el dique el lamento de todos los que pasaron, que seguirás cantando día y noche tu sombría cantinela a los niños que quedan y a todos los que hayan de venir; a ti playa de Beluso, te dejo mi carta. En ella te entrego mi silencio, te entrego mi llanto y el nombre de un ensueño que se va.