Hoy remata agosto y en sus ojos se
refleja el equipaje de la tristura que da la marcha de los amigos, de los
vecinos, de los veraneantes, ... Septiembre, una vez más, reparte pensamientos
y sentimientos de Bueu en la memoria y en el corazón de los Santi, de los Paco,
de las Lucías, de las Lolas y de tantos y tantas que, como las golondrinas,
tentarán volver el próximo año.
En homenaje a todos los que habéis
estado en Bueu este verano y deseáis regresar... un pequeño relato fruto de una
estancia en la playa de Beluso, a mediado de los años sesenta del siglo pasado,
de la doctora coruñesa, afincada en Granada, Lina Anguiano, titulado “Unha
carta a la playa de Beluso” que a continuación transcribo:
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Calle
larga de una hilera de casas que mira a la costa. Un pequeño puerto. Unas redes
tendidas al sol. Y barcas, muchas barcas de quilla aplomada que en el país
llaman dornas; unas varadas en la arena, otras cabeceando en las aguas de la
ría.
A
la espalda un valle, el verde valle que asciende hasta Beluso, domina el pueblo
y las cercanas playas y las suaves montañas que allá enfrente contornean la
lejanía.
Un
museo, en cuya fachada unas palabras vibran sobre la piedra, como un himno de
gloria a la mar.
Un
monumento en granito al pescador, una lonja, unas tiendas con aparejos de
pesca. Niños que juegan a ser marineros. Mujeres que van y vienen con cestas de
pescado a la cabeza. Hombres curtidos, que a la puerta de una taberna, charlan
en grupos al caer la tarde, antes de hacerse a la mar.
Viento
salobre, viento de brea que huele a eucalipto y tiene todos los sabores del
valle. Viento que desciende del bosque de Beluso, viento insondable del Norte.
Y
un mar que brama desde el principio del Tiempo día y noche, día y noche, sin
amainarse, sin sosegarse nunca.
Este
es Bueu, el pueblo de pescadores, mecido en el regazo de la aldea de Beluso.
Este es Bueu.
El
rojo amante del faro protege ahora al pueblo que se ha quedado sin hombres. A
mi balcón, abierto al presagio de las olas, llega el eco de unos pasos y el
dolor de una aguda nostalgia. Unas débiles luces cabrillean en las aguas de la
ría. Ligeras nubes ocultan a medias la luna. Pero el cielo es claro y veo cómo
emergen las montañas y veo el pueblo y el reloj del museo marinero que marca
las horas en Bueu.
No
hay voces. No hay murmullos. Nadie vela. Solo el latido del mar y el latido de
mi oscura añoranza. Una congoja, la ignota congoja del mar que arrastra las
lágrimas de todos los mundos, irrumpe a oleadas en mi alma. La playa de Beluso
recoge mi llanto y el nombre de un ensueño que se va.
Mañana
habré partido... Mañana.
De
cara al aliento de la noche, te doy las gracias y te digo adiós.
Te
doy gracias por la luz con que tus ojos me; miraban, por tu sonrisa, por las
hondas baladas de tu patria que me brindaste a medianoche la víspera de iros a
Bueu.
Te
doy gracias por el bondadoso ademán con que tu mano me protegía. Te doy gracias
por no haberme abandonado un solo instante. Te doy gracias por todas las
atenciones, por todas las pequeñas cosas que me ofrecías a diario. Te doy
gracias, gracias siempre por todo lo que he recibido de ti.
Cambiaría
mis días más felices por las sencillas comidas en la larga mesa familiar que
presidía tu madre. A mi memoria acude una y otra vez la tierna solicitud con
que todos los
hermanos la obsequiabais a ella y el cálido gesto con que tú te inclinabas para
atenderme a mi.
En
ocasiones tu madre conversaba con los tres compatriotas que compartían vuestra
vida. Hablaba de la cocina, las costumbres y las dulces vivencias que habían
quedado en el Este, en el pais natal.
'
Todas
mis alegrías las cambiaría por volver a escuchar el suspiro de las olas en
aquella mesa. Y las cambiaría por el hermoso paseo que hacíamos todos juntos
para asistir el domingo a la parroquia de Bueu.
A
ti te gustaba ir por el camino más largo, por un sendero bordeado de árboles
que ascendía hasta la iglesia. En el azul de la mañana y de la ría, el saludo
de la campana brincaba gozoso por el valle.
Vuestros
amigos y tus dos hermanos llevaban a tu madre en el centro. Tú delante, venías
siempre conmigo. De vez en cuando llegaban a nosotros algunas frases en tu
idioma eslavo. Era tu madre quien hablaba, Tú te volvías hacia el ser querido
que había salvado varias fronteras para venir a veros. Te volvías hacia ella
con tus claros ojos iluminados de caricias. Luego, sonriendo, me traducías a mi
sus palabras ... Y seguíamos caminando.
De
pronto dabas un salto para alcanzar la rama de un árbol. O me apartabas
delicadamente del sol. O me gastabas una broma. Y me mirabas a los ojos. Y
sonreías ... Y seguíamos caminando.
A
veces yo me detenía para mirar atrás. Bueu y la playa iban quedándose abajo. A
medida que ascendíamos, el paisaje se dilataba, se expandía hasta el horizonte.
En la inefable calma de la altura, una visión de montes, de prados y caseríos,
de ria, de sol, de verdes y azules, de barcas, de luz y de brisa, parecía
desbordarse e inundar de belleza a la tierra. Parada allí, en la cima,
escuchando el trémulo secreto de los árboles, yo miraba y miraba. Miraba con
los ojos
del rostro y
miraba con los ojos del alma.
Mañana,
ahora mismo, todo esto ya no es más que un recuerdo, el nombre de un ensueño que
se va.
Ya
para siempre estos días serán mi Tatra, la vieja montaña del Este, donde tú
naciste y que acaso nunca la vuelvas a ver.
Una
tarde me hablabas de tu infancia. Me hablabas de las Cárpatos, de las veces que
habías remado por el río que serpenteaba el Tatra. No era en Bueu donde
evocabas tu niñez. Era en otra playa, sentados sobre una roca en un lugar
desierto de matojos y peñas, batido por las olas. Habíamos ido hasta allí en
lancha. El viento borrascoso del Norte nos azotaba el rostro y sacudía los
helechos que crecían al pie de la roca. Tú te detuviste a contemplarlos y
pasando la mano por las matas, me preguntaste como se llamaba en mi lengua. Yo
te dije el nombre y entonces me diste a conocer una leyenda que los viejos
contaban a los niños de tu país.
Según
la leyenda, el helecho daba una flor que vivía una sola noche, la noche de San
Juan. Había que salir de madrugada a buscarla al resplandor de las hogueras
encendidas al pie de las montañas y aquel niño que tuviese la fortuna de
encontrarla, podía pedirle tres cosas, las más deseadas, que la flor tenía la
virtud de conceder… De pequeños solían hablarte de un niño que en tiempos había
hallado la flor... Tú decías sonriendo no habías encontrado ninguna.
Me
referías la leyenda en la roca, de cara a los grises de la tarde, en un paraje
que traía a tu memoria el recuerdo del Tatra.
Mañana
habré partido y cuando llegue el verano ya no podré ir a la roca a buscar el
fruto del helecho la noche de San Juan. Pero si en algún otro lugar la
encontrase, pediré a la flor que te sea dado volver al Tatra. Pediré que otra
vez te sea dado posar tu mano en los helechos de los Cárpatos y surcar el río
donde tú aprendiste a remar en la niñez.
Está
subiendo la marea y las olas se estrellan contra el dique donde tú y yo hemos
estado sentados esta noche. Sólo hace unas horas y ya parece que el reloj del
museo marinero hubiera cesado de latir. Sólo hace unas horas que tú te
despojabas del jersey para echarlo blandamente sobre mis hombros. Sólo hace
unas horas.
Soplaba
el viento y el pueblo se había ido a descansar. Únicamente nosotros
permanecíamos sentados en el dique escuchando la ronca sonata de las olas. Toda
la noche habríamos deseado quedarnos allí, a la clara luz de Eternidad que
bañaba nuestras almas.
Ahora,
mientras tú duermes sumergido tal vez en la nostalgia del Tatra, yo contemplo
el dique y de nuevo te digo gracias. Gracias por haberme cuidado tan
dulcemente. Gracias por la bienvenida que me dispensaste en la carretera con
tus hermanos y amigos la tarde que llegué a Bueu. Gracias por las moras, por
las rosas silvestres que, atadas en tu pañuelo para que no me pinchase, me ibas
ofreciendo esta tarde cuando subíamos por el bosque a la fiesta de Beluso.
Los
músicos estaban tocando cuando llegamos arriba.
Un vendedor con un mazo de papeletas se acercó a nosotros. Tú le
compraste unos cuantos boletos de una rifa que sorteaban una ternera. Y los dos
nos echarnos a reír.
En
torno nuestro bullía una algarabía de campesinos que subían a la aldea, de
luces, de farolillos, de trajes nuevos, de música y pregones, enmarcado todo
por el bosque, los prados y el sol de la tarde que refulgía abajo, en la ría de
Bueu.
Entre
la gente encontramos a tus dos hermanos y a tus amigos. Al vernos se sonrieron,
vinieron a saludarnos y volvieron a dejarnos solos.
Un
gaitero se arrancó de pronto con un vals. Los jóvenes se dividieron en parejas.
Tú que eres tan alto te inclinaste hacia mi y con un nuevo destello en tus
límpidos ojos, me preguntaste sonriendo: «¿Bailamos?». Pero sin saber por qué
nos quedamos allí sin movernos. Nos quedamos apoyados en el muro presenciando
el baile y todo el escenario de la fiesta.
Durante
largos años he estado anhelando este momento. Durante largos años he deseado
que me fuera concedido volver a la tierra, compartirla, abarcarla, vivirla de
nuevo con una persona allegada a mi corazón. Y ya ves, he podido escuchar en tu
compañía la gaita y las canciones que arrullaron mí niñez. Y me he penetrado de
todos los errantes espíritus del mar y del viento, cobijada en el calor de una
prenda de lana que era tuya. Y he asistido a una misa aldeana con todos
vosotros. Y he podido admirar a tu lado las candorosas imágenes de todos los
cruceros que nos salían al camino de Beluso. Y ya entre las sombras del ocaso,
he regresado contigo por la soledad del bosque. He regresado con tus rosas
silvestres en la mano, despidiendo calladamente los caseríos y la ría de Bueu y
las chispitas de luz que se iban encendiendo en las aldeas vecinas mientras
arriba, a nuestra espalda, quedaban cada vez más lejos el baile y los rumores
de la fiesta.
Ahora
tengo el corazón lleno de cosas bellas, lleno de Bueu y de vosotros y al mismo
tiempo que te doy a ti las gracias, se las doy también a Dios.
La
noche está declinando. Dentro de unas horas, cuando vengas tú, como todas las
mañanas a buscarme para ir a desayunar con vosotros, yo ya habré partido. Me
marcho al amanecer a la hora en que los hombres retornan de la pesca. Me voy
con las rosas silvestres que tú me diste esta tarde... Me voy lejos de la
tierra, muy lejos de mi Tatra.
No
sé a qué lugares me llevará mi destino. Pero, por donde quiera que pase y sepa
yo que tú te encuentras allí, iré a verte. Siempre iré a verte.
La
flor del helecho que vive sólo una madrugada, ha florecido esta noche. Es la
ofrenda que te hago en memoria del Tatra. Es mi última mirada. Es mi adiós.
A
ti mar de Beluso, que seguirás hollando en el dique el lamento de todos los que
pasaron, que seguirás cantando día y noche tu sombría cantinela a los niños que
quedan y a todos los que hayan de venir; a ti playa de Beluso, te dejo mi
carta. En ella te entrego mi silencio, te entrego mi llanto y el nombre de un
ensueño que se va.
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